Leyenda Panteón de San Mateo Huitzilzingo

La Leyenda del Panteón de San Mateo Huitzilzingo no tiene mas de 120 años de creado. No conozco la fecha exacta en la que fue oficialmente declarado panteón, pero me sé una historia que mi padre me contó.

Me dijo: “Ahí donde ves un monumento semidestruido, casi al centro del panteón de San Mateo Huitzilzingo, ahí llegaba un canal. Cuando fuimos jóvenes, tu tío Ernesto y yo, todavía nos tocó ir a pescar carpas y nadar en esa zanja, hubieron años en los que la lluvia traía ajolotes y padrecitos”

Los padrecitos son las libélulas en su etapa acuífera. Les llaman así porque al apretarles el abdomen, extienden uno como brazo con el que cubren su boca y da la apariencia de un sacerdote leyendo un libro. Recordemos que acá en México, a los sacerdotes les decimos padres, y de cariño padrecitos.

Bien, pues resulta que en esa zanja pasó no una si no muchas desgracias.

No sabemos la fecha exacta, pero debió ser a finales del siglo XIX y principios del XX, lo que hoy es el barrio de Guadalupe; se conocía como el barrio de la quemada, el panteón de San Mateo Huitzilzingo se encuentra en ese barrio.

Como eran las casas de Huitzilzingo

Los mexicanos de esa época se encontraba en un estado de inconformidad. Muchos grupos se levantaban en armas en protesta de las injusticias del gobierno, no era para menos, a pesar de ser mexicanos. Y por tal, los señores y dueños de éste país, los compatriotas de esos años ya no eran dueños ni de la tierra que llevaban en las uñas; estaban siendo desposeídos de todas sus pertenencias. La comunidad de Huitziltzingo se salvaba curiosamente. Pero poco a poco se le acercaba la hora, ya don Porfirio Díaz había autorizado secar el lago de Chalco. Para agregar buena parte de esas tierras a su propiedad.

Muchas veces, cuando los del ejercito del gobierno venía persiguiendo a algún alzado, tenían que pasar por lo que hoy es el barrio de Guadalupe. Los perseguidos se refugiaban donde podían, muchos de ellos en los mogotes, otros en las casuchas de chinamil con techo de pasto seco. En eso días abundaba la jarilla y la cañuela de zacate, el tule, el carrizo y demás material para fabricar ese tipo de casas.

Para hacerlos salir de su escondite, los militares incendiaban la casa, o el mogote sin importarles de quién fuera y lo que estuviera dentro.

¡Que se hagan otras! Vociferaban, sabedores de que esos materiales abundaban en la región. Quedaban quemadas las viviendas como advertencia a los que quisieran esconder, auxiliar o unirse a los rebeldes perseguidos por la “justicia”.

El viento se encargaba de propagar el fuego, el totomoxtle y el tlazol ardían sin previo aviso produciendo una cadena de mogotes y hacinas ardientes.

La familia de Francisco Mireles

Pero resulta que en una ocasión, poco antes del medio día, un comando le prendió fuego a una choza. Sin percatarse que dentro yacía una mujer recién aliviada de parto, y junto a ella sus tres inocentes críos.

En aquella vez acosaban a un hombre oriundo de Cuautla que se les había escapado en Chalco. La mala suerte quiso que se escondiera en la casa de Francisco Mireles y los militares no quisieron esperar a que se rindiera.

A la orden de su comandante, los soldados le prendieron fuego al territorio de Pancho. De nada sirvieron los gritos de advertencia, suplica e imploración de la gente del pueblo. El viento se encargó de avivar las llamas y en tan solo unos cuantos segundos la humilde choza ardía sin piedad. El zacate amontonado a los lados del recinto fue alimento de las devoradoras llamas.

El comandante del pelotón no les creyó a las mujeres del pueblo, pensaba que querían darle refugio a un prófugo revolucionario, además su orgullo de militar lo segó. Un hombre quiso enfrentar al comando y otros lo secundaron, pero en los primeros intentos fueron aplacados por la carabina y el máuser.

¡¿Quién más quiere ser héroe?! Gritó desafiante el comandante del pelotón al tiempo que apuntaba con su rifle a la gente aglomerada.

Las mujeres lloraban, otras se desmayaron al no soportar la catastrófica escena. ¡Malditos!, ¡Desgraciados hijos de . . .! Gritaban otras, pero al fin y al cabo nadie pudo hacer nada por evitar la masacre.

El perseguido salió envuelto en llamas y gritando del dolor producido por el fuego; se dejó caer y se revolcaba tratando de apagar el incendio sobre sus ropas, luego se quedó quieto, como que perdió el conocimiento.

Momentos después la patrulla se retiró con su prisionero mal herido.

¡Pobre, para él hubiera sido mejor morir!

Mireles se entera de la desgracia

Pancho y su compañero de jornada habían visto la humareda desde lo lejos; pero no apreciaron que fuera la casa de pancho la que se quemaba. A ellos les pareció que era una hacina cercana a la casa de Francisco lo que se incendiaba.

Confiado, Francisco había dejado a su familia segura, encargada con sus demás parientes y vecinos. Jamás se imaginó que esto les fuera a ocurrir, o que en el peor de los casos, respetarían la vida de su esposa recién aliviada de parto. Y la de sus indefensos niños, de uno y dos años apenas.

Pancho y su compañero se dispusieron a abandonar la jornada para ir a ayudar. Calcularon que por mucho que se apresuraran a auxiliar, cuando llegaran, ya habría acabado el incendio.

En eso estaban cuando advirtieron a una mujer corriendo en dirección hacia ellos a toda prisa. El corazón y mente de ambos hombres se sobre saltó, la presencia de esa mujer era inusual.

¡Algo grave había pasado! ¿Pero qué? Corrieron a su encuentro al tiempo que sus corazones y mentes se intranquilizaron, otros dos muchachillos venían a toda prisa alcanzando a la mujer.

¡Ahora sí, no había duda, algo grave pasaba! Pancho y su amigo se apresuraron aún más al encuentro de aquella mujer.

¡PANCHO, PANCHO TU MUJER, TU CASA, TUS HIJOS! Gritaba angustiada la mujer.

Por lo retirado de las chinampas donde se encontraban trabajando; ha de haber transcurrido más o menos media hora desde que empezó el fuego, hasta que pancho llegó a lo que fue su recinto.

Cuando llegó, la escena era macabra. Los cuerpos carbonizados de su familia, ya habían sido sacados, los niños, abrazados al cuerpo de la madre y ésta, abrasando a su recién nacido.

¡Que tragedia!, al mirar pancho la escena quedó como petrificado, un inmenso grito de ¡NO!, salió desde el fondo de su alma, luego se desmayó. A partir de ese momento la mente de pancho entró en un estado de inconsciencia. Ha de haber sido porque ya no soportaba el dolor, vecinos y familiares tuvieron que hacerse cargo de los sepelios. En el atrio de la iglesia encontraron lugar donde dar sepultura santa a todos los cuerpos.

Pancho Mireles pierde la cordura

Con el correr de los días Francisco deambulaba por veras y campo, sin hablar, sin alimentarse, sin llorar, sus ojos ya no tenían más llanto. A veces con la vista llena de ira, otras veces con la vista perdida en el infinito. Por las noches se le oían gritar su dolor y llorar su amargura, su desesperación, su impotencia, la gente del pueblo nada podía hacer por él. De nada sirvió quejarse con la autoridad de Chalco por crimen tan espantoso.

“La orden de capturar a lideres o a cualquiera que se levante en contra del supremo gobierno se tenía que cumplir”. Fue lo que les dijeron las supuestas “autoridades”.

“Además ustedes o los de su pueblo estaban encubriendo y defendiendo a un revolucionario, de esos que nos quieren imponer el comunismo”. -Les recalcaron, y nuevamente, de nada sirvieron explicaciones y razones, a lo más que llegaron las autoridades; es a cambiar de batallón al comandante militar, ese fue “su castigo” por crimen tan espeluznante.

Un niño como de 10 años de edad que curioseaba en el patio de la presidencia municipal y que había acompañado a los quejosos de la tragedia; vio y escuchó perfectamente como cuatro hombres comentaban entre ellos y se decían.

“Ustedes no se preocupen, esa bola de indios pata rajada nada nos pueden hacer. ¡Méndigos indios calzonudos!. Si se nos pasó la mano pues que aprendan a no ponerse a las patadas con el gobierno, ¡piojosos, ja, nomas eso faltaba!, a malaya y esto les sirva de escarmiento”.

Los del grupo de adultos se dieron cuenta de que el chicuelo los había escuchado y se sobresaltaron, lo miraron examinándolo como bicho raro; talvez como temiendo que los fuera a delatar, el muchacho agachó la frente apenado y temeroso, los señores no le dieron más importancia y se marcharon.

Con el correr de las semanas la salud de pancho empeoraba, ahora hablaba solo y se reía quién sabe de qué. Daba miedo mirarlo, en sus ojos se notaba un intenso odio. S; figura se había enflaquecido, su cuerpo, pocas semanas atrás robusto y sus manos callosas, ahora se apreciaban huesudas, dignas de la figura de la muerte. Se volvió ermitaño y loco.

Comienza la historia del Panteón de San Mateo Huitzilzingo

Una tarde vio pasar por el camino a cuatro hombres, uno de ellos a caballo, todos vestidos con el uniforme militar. Su mente tejió el plan o él vio la oportunidad; ya casi anochecía, el grupo de soldados por fuerza tenía que pasar cerca de lo que hoy es el panteón.

¡Sería su suerte, sería su rabia!, ¡Pero pancho mató a los cuatro! ¡A los cuatro los mató!

Al primero que asesinó, fue a uno que se quedó a hacer sus necesidades en un hoyo de donde habían sacado tierra para hacer adobes, luego al que regresó a buscar a su compañero. Conocedor el pancho de su territorio y con arma en mano, los otros dos ya fueron presa fácil para él.

Antes de ser el Panteón de San Mateo Huitzilzingo

Después de asesinarlos los desposeyó de sus armas y los arrastró hasta el extremo oriente de la zanja y los arrojó al interior. Ayudado de una paleta de madera, de esas que se usaban para batir el lodo con el que se fabricaban los adobes, cubrió los cuerpos con tierra; al caballo le quitó su montura y también la sepultó, al animal lo dejo libre. Solamente la noche fue su testigo y su cómplice en esa acción, solamente la noche.

Al alba siguiente, la gente notó que una parte de la zanja había sido tapada por pancho, el cual, como ya dije, tuvo la precaución de enterrarlos en el extremo oriente de la cuneta. Todos miraban con compasión al “loco”.

¡Nadie se dio cuenta de nada!

Para que las almas de esos difuntos “vieran” que él, (pancho) no era tan maldito y despiadado como ellos; hechas de cañuelas y varas de jarilla, les hizo el favor de ponerle sus cruces a cada una de las víctimas.

Los del pueblo se dijeron ¡Mírenlo, pobre, ha de pensar que le está poniendo cruces a su esposa y a sus hijos! Decían esto por la cantidad de cruces que era igual al número de su familia fallecida. Curiosamente los militares desaparecidos no eran buscados, sino tomados como desertores. Así siguió, matando militares, hasta que los del pueblo se dieron cuenta de lo que en verdad sucedía.

Después de que los hombres y mujeres del poblado discutieron la actividad de pancho, determinaron que era mejor callar. El pueblo ya estaba cansado de que le quemaran sus viviendas, abusaran de sus mujeres e intimidaran a sus hijos; y sobre todo, decepcionados de que nadie les hubiera hecho justicia, sobre todo a Francisco, ¡bueno!, ni siquiera el cura, este último era en quien más confiaban y también les falló. Sabían lo que les esperaba si llegaban a ser descubiertos, aun así, determinaron callar.

Llevaría ya como catorce muertos en menos de un año. El último al que mató fue un hombre grandote que venía a caballo de por Ayotzingo; y al que no pudo arrastrar hasta la zanja por lo pesado del cuerpo. Tubo que echarlo a un pozo que se hallaba al otro lado de lo que hoy es la vía, rumbo al camino a Ayotzingo.

Para esas fechas ya pancho se alimentaba mejor; pero su conducta y su mirada dejaban ver claramente que en ese hombre había algo fuera de lo normal. Había algo en él que producía temor y recelo.

El nacimiento del Panteón de San Mateo Huitzilzingo

Una tarde, oculto pancho en un hoyo de donde habían sacado tierra para fabricar adobes, hoyo con matorrales. Vio llegar a un grupo como de diez a quince personas, venían de San Pablo Atlazalpan sobre una vereda que llegaba a lo que hoy es el panteón de San Mateo Huitzilzingo; y tomaba alineamiento con la iglesia de aquel pueblo y les salió al paso con arma en mano.

¡Alto ahí!, ¿Quiénes son, de dónde vienen y adónde van? Les marcó pancho. Los peregrinos detuvieron su marcha, hubo un breve silencio y se miraron contrariados unos a otros. Miraron extrañados a pancho, por fin uno de ellos habló. “Somos gente de paz señor, queremos dar sepultura santa a mi esposa y a mi criaturita que se me han muerto en el nacimiento. La demás gente son mis hermanos y mis cuñados, y estos son mis dos hijos que me han quedado huérfanos”.

Pancho se quedó examinando los críos del hombre fijamente y en silencio. Las edades de los hijos de aquel individuo correspondían a los de sus difuntos hijos. Por un momento “largo”, pancho se imaginó que ésa estatura era la que tendrían sus críos si aun vivieran. Recuerdos de él con la que fue su familia emanaron de su mente, la risa de sus críos, el llanto de su niña, la graciosada del mayorcito.

En ese momento, pareció como que un velo se hubiera empezado a desprender de los ojos o de la razón de pancho y no supo que decir. Después de esos instantes que parecieron minutos y aun con el fusil en la mano, apuntándole a la muchedumbre, solamente atinó a preguntar.

¿Y dónde los van a enterrar, el camino de la iglesia no es este? Y de aquí a que lleguen a Mixquic se les va a anochecer. ¿A poco la van a enterrar de noche? E involuntariamente al imaginar un sepelio en la noche esbozó una sonrisa un poco irónica, sonrisa que apagó de golpe para no ofender al cortejo fúnebre. El cementerio era en el patio de la iglesia y ese no era el camino, además ellos no eran de este lugar, no tendrían derecho a sepultar a sus difuntos acá. La otra opción era llevar los cuerpos hasta Mixquic o hacia Ayotzingo, pero tampoco le pareció lógico a pancho.

Los del funeral de momento no supieron que responder y se miraron unos a otros contrariados, algo murmuraron en náhuatl; que pancho, aunque conocía ese idioma no alcanzó a entender, por fin, el viudo habló nuevamente preguntando con mucha humildad.

Disculpe su merced. ¿Qué éste no es el panteón de San Mateo Huitzilzingo? Señalando al lugar donde se hallaban las más o menos catorce cruces. En ese momento, el velo que cubría la razón de pancho se desprendió más y pancho se vio obligado a voltear para mirar las cruces. Al mirarlas sus manos perdieron fuerzas y una extraña y finísima vergüenza lo invadió, en su mente brotaron nuevas incógnitas.

¡Era verdad, el lugar ya parecía panteón! Por fin comenzó Pancho a reflexionar y a darse cuenta de que algo malo estaba haciendo y no sabía ¿qué era, ni por qué? Confuso o desconcertado, bajó lentamente su guardia y lo único que dijo fue. Adelante, vayan con Dios.

Las personas continuaron su camino, pancho se hiso a un lado y con la mirada siguió al cortejo fúnebre. Llegaron hasta la zanja y acomodaron los cuerpos, serían como eso de las siete de la tarde y a las ocho ya habían terminado de dar la santa sepultura. Aun había sol pues era el mes de mayo.

Recobra la salud Pancho Mireles

Aquel día fue el último que pancho pasó asaltando caminantes que a él le parecían sospechosos.

Algunos de los que mató, realmente eran malvados. Pues a más de cuatro los agarró en infraganti justo cuando se disponían a quemar otras humildes chozas, esta vez sin que persiguieran a algún subversivo. En parte fue por eso que el pueblo mantuvo el silencio.

Con el correr de los meses Francisco recobró la salud y antes de cinco años desde la tragedia que le perturbara la mente, ya se había vuelto a casar. Esta vez con una señora que ya tenía dos hijos menores de 10 años, en su nuevo matrimonio no procreó familia, sus hijastros adoptaron su apellido y cuando falleció heredaron sus bienes. Aunque creemos que no se repuso del todo, hizo una vida normal hasta su muerte por vejes, su nueva familia lo respetó y le dio cariño.

Ese lugar donde pancho enterrara a sus victimas y se sepultara también a la mujer y su bebé muertos en el alumbramiento, con el correr del tiempo fue declarado panteón municipal de San Mateo Huitzilzingo.

[Referencias de San Mateo Huitzilzingo wikipedia.org]